El 13 de diciembre de 1823 murió Antonio Nariño, precursor de la revolución americana e introductor en nuestro continente de los Derechos del Hombre.
Murió a la edad de 58 años en la villa colombiana de
Leyva, todo desengañado y abatido por las contradicciones que se enfilaron a lo
largo de su camino de lucha.
Hijo de padres con fortunas y de honorable posición en el
gobierno real, no se detuvo, sin embargo, para ir contra el estado de cosas que
abrumaban a Colombia. Despreció la vida
fácil y cómoda y se dedicó hasta los días de su muerte a una lucha tenaz y
azarosa por la emancipación de su patria.
De él ha dicho el escritor Rafael María Carrasquilla y así lo ha
consagrado la historia colombiana, que “después de Bolívar, Nariño”.
En una humilde imprenta de su propiedad imprimió
clandestinamente la traducción que hizo de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del ciudadano tal como había sido aprobado en la Asamblea Nacional
de París y de esta manera desafió al gobierno leal y se lanzó a trabajar por la
propagación y difusión de estos principios de libertad e independencia. Acusado en 1794 del delito de traición, fue
enjuiciado y se le confiscaron sus bienes, con lo que su esposa e hijos quedaron
reducidos a la miseria. Preso y desterrado
a España, siguió hasta Francia e Inglaterra buscando apoyo y solidaridad para
la revolución que estaba a punto de estallar en su patria. Regresó a América por Venezuela y de aquí
viajó nuevamente a Nueva Granada y una vez más se le llevó a la cárcel. Ya libre en 1811 regresó a Bogotá y participó activamente en la formación de la República y en la guerra
de independencia. Luego de varias
victorias es derrotado y hecho prisionero.
Estuvo a punto de ser fusilado pero circunstancias políticas especiales
conmutaron su pena por el destierro y la prisión en Cádiz. En libertad en 1820 volvió a Bogotá para
continuar prestando sus servicios patrióticos a la patria al lado de Simón
Bolívar. Los restos de Antonio Nariño
descansan en el mausoleo de la Basílica Primada
de Bogotá.
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